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"Es sólo una cuestión de actitud"

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Temática
Vejez
Medio
La Diaria
Medio
Medio digital
Conductor/a - Periodista
Virginia Martínez Díaz
Entrevistado/a o mencionado/a por Facultad
Otro/a entrevistado/a
Cristina Cabrera
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Mónica Lladó y Cristina Cabrera son psicólogas. Han estudiado a fondo el tema de la vejez y trabajan con adultos mayores. Lladó es, además, integrante del Centro Interdisciplinario de Envejecimiento (CIEn) de la Universidad de la República. Cabrera es tallerista en un hogar de ancianos y actriz. En ese trabajo –y Cabrera también desde arriba del escenario y en la piel de un personaje de edad avanzada– descubren que una cosa es ser viejo y otra es sentirse como tal, en una sociedad envejecida como la nuestra, que tiene muchos debes en el asunto. El teatro no es ajeno. Casi 30% de las obras en cartel entre 2014 y 2016 trataron la temática (según el relevamiento de las especialistas), ya sea desde la vejez o el envejecimiento, de cómo se vive en un residencial o del propio vínculo entre las personas mayores. Esa fue la excusa para desarrollar el Teatro Foro, un espacio mensual organizado por el CIEn y el Instituto de Psicología Social de la Facultad de Psicología de la Universidad de la República, que este mes se centró en “El abordaje de la vejez en el teatro nacional” y tuvo como protagonistas a los dramaturgos Ana Magnabosco y Hugo Blandamuro. En este ámbito, estudiantes, egresados y todos los que quisieron pudieron debatir.

Ana escribe desde hace unos 30 años. Muchas de sus obras fueron estrenadas. Pero Ana se dedica a pegar cierres y a hacer dobladillos en un taller de costura. Es que la jubilación de 10.000 pesos no le alcanza. Antes de coser, también cocinó para vender. En esas idas y venidas pensaba cuántas mujeres en Uruguay podían hacer una pascualina y venderla, y cuántas, en cambio, pueden escribir una obra de teatro. La pregunta le sigue dando vueltas, aun cuando da clases de narrativa y guion en la Universidad de Trabajo de Uruguay (UTU), donde decenas de jóvenes son testigos de lo que a Ana le llena el alma. Y de lo que no puede vivir.

Hugo también es docente, actor y director. Pero la jubilación que cobra y con la que sostiene el alquiler y los gastos comunes del apartamento donde vive son fruto de su trabajo en el rubro comercial durante 29 años. De ese sueldo le quedan cerca de 8.000 pesos al mes para vivir, pagar la luz, algún impuesto, comer, vestirse, trasladarse en ómnibus, enfermarse si a su cuerpo le da por rebelarse, y darse un gusto. Una miseria. Pero Hugo es apenas un caso de la franja etaria en la que está la gente más pobre del país, se queja Ana. “Una de las injusticias más grandes que tiene nuestro país”, señaló. Ella afirma que es síntoma de una sociedad poco inteligente, en la que no puede haber personas que crean que una jubilación de 10.000 pesos ayude a alguien. Sin embargo, son muchos los que, habiendo trabajado toda su vida, tienen ese sueldo. Y son otros tantos los que están en edad de jubilarse y siguen trabajando porque la jubilación a la que accederían no les alcanzaría. En ese sentido, sostiene: “Aprendimos mal la lección de [José Pedro] Varela, porque aquello de que somos todos iguales en el banco de la escuela termina emparejando para abajo”. En países que a veces consideramos culturalmente inferiores, como Colombia, Nicaragua y Ecuador, cuando un artista llega al premio nacional se le otorga una renta de por vida para que se dedique a su arte, porque esas sociedades consideran que el artista los está representando. Nosotros, opina Ana, vemos perfecto que el artista se muera de hambre. “Seguimos luchando desde hace tiempo por una ley que nos ampare y nos reconozca, pero esa ley saldrá dentro de 20 años, cuando muchos estén por fuera” y le hayan sacado lustre a las tablas hace rato, estima, y se lamenta.

Hugo sigue en su lucha diaria. Agradece a Dios por estar bien física y mentalmente para seguir activo en el teatro, contra los que piensan que por llegar a los 60 años “sos un viejo que no sirve para nada”.

Un día lo llamaron y le dijeron que tenía que jubilarse. Trabajaba en un medio de comunicación. Fue uno de esos cachetazos de la vida de los que uno no se recupera de un día para el otro. “No es lo mismo que vos digas ‘me quiero jubilar’ que que te llamen y te digan que te tenés que jubilar porque estás viejo”. Pero se juró seguir escribiendo y haciendo espectáculos. Y en eso anda. Pero ¿cuántos adultos mayores tienen una mente lúcida y una vida muy saludable y, sin embargo, no pueden volcar sus recursos porque en el imaginario social prima la idea de que el viejo es una persona “descartable” que salió del sistema productivo, que ya es una molestia y que “no sirve para nada”? Lo que sucede, retruca Ana, es que hay un potencial que no es visualizado desde afuera y, por lo tanto, no es reconocido socialmente. Pero los adultos mayores no son un sector que esté por fuera de la vida política, porque antes de abrir la mesa de votación, en una elección nacional o departamental, hay una cola de ancianos de una cuadra o más, algunos con bastón. “Entonces, para votar no somos viejos”, infiere. Una señora que la escucha desde la platea, docente de teatro de la Asociación de Jubilados y Pensionistas de Atlántida, le da la razón. Cuenta que sus alumnos, que andan entre los 65 y los 90 años, le exigieron que no les mandara a hacer “cosas de viejos”. Jugar a las cartas, por ejemplo. “Ellos quieren compartir y estar en contacto con otras cosas. Van a una escuela y les leen a los niños, y los gurises los adoran”, cuenta.

Lo que dicen los abuelos “no son pavadas”

El teatro es un reflejo de la realidad. Si los adultos mayores no estuvieran en la narrativa y en escena, dice Ana, sería como negarlos. Además, cuando los ancianos participan en el teatro, sean o no profesionales, rejuvenecen, reviven. Hugo agrega: “Cuando les enseñamos, nos retroalimentamos”.

Al analizar la complejidad del envejecimiento a Lladó se le ocurrió cuestionar cómo se articula la cuestión de envejecer uno y de vivir en un país envejecido, a la hora de construir un personaje y elegir una obra de teatro.

Hugo afirma que a veces es difícil, porque las realidades no son tan cercanas. “A los 28 años tuve que recorrer residenciales para personificar a un adulto de 70 años con parkinson y hemiplejia”, cuenta. Fue otro cachetazo, en un lugar tan distinto, en donde habitan personas que, más que viejas, están enfermas. Lo que sucede es que el fenómeno “casa de salud” se traduce y se homologa a la vejez como sinónimo de abandono, de soledad, de muerte. Hay una “vejez enferma” que, en general, es la construcción social de la vejez, opina la psicóloga. Más allá de eso, Hugo, por ejemplo, construyó la suya negándose a la construcción de que a tal edad tenía que jubilarse. Pero hay muchos viejos que sí quieren cosas para viejos, porque no conocen otro mundo. “Entonces, ¿cómo desafiamos las distintas ofertas y no caemos en ese estereotipo? ¿Cómo habilitamos la posibilidad, por ejemplo, de esta señora [una de la platea] que, aunque sea vista como la heroína de la familia, quiere ir a la farmacia a comprar cannabis con el nieto? ¿Y cómo habilitamos a la vieja que quiere ser conservadora?”, cuestionó Lladó.

“En mi caso, oscilo entre la denuncia de la situación y, a veces, la otra mirada, en la que creo que hay mucha fuerza y potencial”, responde la dramaturga. El tema, para ella, pasa por dar voz de los que no tienen voz, poder hacer hablar a la persona que no tiene un espacio para expresar cómo se siente, cómo está, qué sucede con su vida, y en el que la cultura que se transmite, los medios de comunicación y la tecnología juegan un papel fundamental. Si bien la comunicación ha florecido de una manera extraordinaria, “estamos siempre mirando pantallas y no miramos a los ojos”, dice Ana, con la experiencia de haber trabajado en un ámbito en el que se habla con los ojos.

“Durante mi infancia había tiempo para ir a visitar a la familia, a los amigos. Se conversaba, se intercambiaban ideas, sentimientos, impresiones. Nos mirábamos a la cara y los niños formábamos parte del encuentro y éramos mirados y apreciados”, dice Ana. “Ese contacto no sólo se perdió, sino que tenemos una urgencia inventada, y es que vivimos apurados y no nos hacemos tiempo para mirar al otro y abrazar a los que queremos”.

Por eso Ana está convencida de que es una cuestión de actitud. De cómo cada uno vive su vida y hace el esfuerzo por seguir ensamblado socialmente y por no desconectarse, por seguir siendo útil y mantener el sentido del humor. Si vamos a ser una carga para los seres queridos o un don. Es que a determinada edad, y sobre todo las mujeres, eligen ser diosas o víctimas, por la chance de caer en el lugar de la conmiseración, de la mamá a la que hay que ayudar porque se ve imposibilitada, e inventan una enfermedad. Y muchas veces no están enfermas, sino que lo hacen para sentirse rodeadas por el núcleo familiar. En los hombres también se ve, opina Ana, pero en las mujeres es más notorio.

“No hay una fórmula mágica”, sino que está en cada uno el secreto de cómo llegar a determina edad, de cómo sentirse bien. “Depende de nosotros”, dice esta mujer que se siente joven a pesar de los años, en los que ni piensa, porque escribe historias, pega cierres y hace dobladillos, además de las 35 horas que da de clase en la UTU y de un taller de escritura, siete nietos y una bisnieta, y de su vida independiente desde que les dejó claro a los hijos que ella no está para hacer de niñera. “Porque muchas veces hay un abuso por parte de la familia, y uno pierde la libertad por criar a los nietos, con el cuento de que nadie mejor que la abuelita va a cuidar de ellos”, afirma. En ese caso, los viejos tampoco son viejos, y muchos se olvidan de que los pañales y el botón de pánico son de las primeras cosas que se asocian con ellos.

Un psicólogo de 86 años –uno de los pocos hombres presentes en el encuentro– levanta la mano para opinar que no hay que darle tanto valor a la edad cronológica y que la palabra “viejo” no hay que usarla, porque el asunto no pasa por la edad. “Yo sigo trabajando porque tengo que pagar las cuentas. No digo que me siento como un niño, pero es un error pensar que después de los 65 años se es viejo. Cuando dicen ‘viejos son los trapos’ se olvidan de que cuando los compraron estaban nuevos. Entonces no me vengas con que soy un viejo”.

 

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