Algunas memorias se hicieron un lugar en la historia oficial; otras todavía luchan por ser reconocidas. Ayer, en la primera mesa del conversatorio “Segunda generación: narrativas y políticas de la memoria en Argentina y Uruguay”, organizado por el Centro de Estudio Interdisciplinario de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (FHCE), el Programa LEA de la Comisión Sectorial de Enseñanza y el Área de Derechos Humanos del Servicio Central de Extensión y Actividades en el Medio, se presentaron diversas investigaciones sobre el papel que tienen los hijos e hijas de los ex presos políticos en la construcción del pasado reciente, y las nuevas voces que emergen para armar otras memorias posibles.
La docente Graciela Sapriza, de la FHCE, expuso un trabajo llamado “Nuevos sujetos en el campo de la memoria en Uruguay”. Repasó distintos procesos de construcción de los “relatos compartidos”, y señaló que la vuelta a la democracia trajo aparejadas luchas sociales que irrumpieron en el espacio público evidenciando tensiones. “Cada grupo, con su relato histórico –en el que se cuelan permanentemente los recuerdos, olvidos y silencios– construye su propia narración del pasado”.
Así, las memorias que lograron un lugar protagónico fueron las “voces públicas” y, en especial, las de militantes políticos y varones. Esto abonó la construcción de un relato con cierto “tono épico”, que comenzó a instalarse en la memoria colectiva. Los otros relatos, continuó Sapriza, los de las mujeres, niños y niñas, jóvenes y disidentes “no tuvieron la misma cabida”, pero poco a poco las mujeres se volvieron un “nuevo sujeto de memoria o enunciación”. Al año siguiente de la primera Marcha del Silencio, de 1996, un grupo de ex presas políticas comenzó a reunirse y a compartir su experiencia de lo sucedido durante los años de la dictadura. Memorias para armar, publicado en 2001, fue el resultado de los talleres de género y memoria que hicieron las ex detenidas durante años. “No fue una memoria épica, sino una memoria de acontecimientos cotidianos, nimios, que permitieron reconstruir otros aspectos de la dictadura, otras narrativas”, destacó Sapriza.
Luego apuntó que eso abrió la puerta para que aparecieran otras voces: las de la segunda generación. En 2007, a partir de la inquietud de quienes, en su infancia, habían sido víctimas directas o indirectas de la dictadura y el terrorismo de Estado, se creó la organización Memoria en Libertad. Tres años después, en el proyecto de extensión llamado “Circulación de la memoria en generaciones nacidas en dictadura”, integrado por un grupo interdisciplinario en el que participaron integrantes de la FHCE, la Facultad de Psicología y Memoria en Libertad, se empezó a trabajar sobre “aquellas voces calladas” que, según Sapriza, fueron “doblemente traumatizadas”, porque, además de que no se las comprendió ni se las tuvo en cuenta, fueron obligadas a callar.
De ese proyecto surgieron con fuerza dos ideas: por un lado, que esas memorias fueron tratadas como un problema individual y, por tanto, relegadas al ámbito privado; por otro, que hubo un “reproche” de la primera generación a la segunda, y “eso no va dirigido solamente a los directamente involucrados sino a todos los jóvenes que se criaron durante la dictadura”. Sapriza comentó que el grupo interdisciplinario se esforzó por sacar las historias de la segunda generación de esa “individualización” y volverlas “un aporte a la memoria colectiva”.
Mariela Peller, docente de la Universidad de Buenos Aires, expuso la ponencia “Aguafiestas. Memorias y experiencias de la segunda generación en Argentina”. Su investigación se centra en las experiencias de las hijas mujeres, integrantes de la segunda generación, que permiten ver “modos novedosos de pensar las relaciones entre familia y política”. Como punto de partida, Peller utilizó el concepto “familismo”, acuñado por la investigadora Elizabeth Jelin, también argentina, para explicar que las agrupaciones de derechos humanos de su país “convirtieron al vínculo de parentesco en una fuente central de legitimidad”. Eso se puede ver reflejado en los nombres de las organizaciones, como “madres, abuelas, familiares e hijos”.
Peller recurre a la figura de la aguafiestas, a partir de trabajos de la académica feminista Sara Ahmed (que usa la palabra equivalente en inglés killjoy), para analizar el papel de estas hijas en la construcción de la memoria. Desde esa perspectiva, la académica se pregunta: “¿Qué rol cumplen las hijas en la producción y transmisión de la memoria sobre el pasado reciente? ¿Qué narrativas críticas se habilitan desde la distancia generacional y la creatividad que suponen estas posmemorias?”. Para ilustrar el concepto de “aguafiestas”, la investigadora recurre al caso de la directora de cine Albertina Carri, hija de desaparecidos, que a fines de los 90 decidió hacer el documental Los rubios, sobre la historia de sus padres. En la búsqueda de apoyos, Carri tocó la puerta del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales argentino, pero se le negó ayuda económica alegando que “el dolor puede nublar la interpretación de hechos lacerantes”. La investigadora señaló que esa “distancia” entre “un ellos y un ella” reapareció cuando se estrenó la película e intelectuales de la primera generación criticaron la voz que Carri les dio a sus compañeros de militancia. “Así, el film Los rubios y Carri fueron leídos como aguafiestas en el contexto de los relatos épicos de la militancia” y “esta hija descarriada terminó por cuestionar las decisiones personales y políticas de la generación de sus padres”.
Más cerca en el tiempo, en julio del año pasado, dos hijas de participantes en el terrorismo de Estado decidieron iniciar procesos legales para quitarse el apellido de sus padres. Peller señaló que el caso de Mariana, hija del represor Miguel Etchecolatz, irrumpió en la escena pública argentina, y esas “memorias subterráneas” comenzaron a emerger, al tiempo que las hijas de represores se convirtieron en “actor social con voz propia”. Su gesto “fue recogido y reivindicado por el movimiento de mujeres que se dio cita al 8M”, contó Peller, y agregó que a la marcha del Ni Una Menos de este año concurrieron como un colectivo, con una pancarta que decía: “Historias desobedientes, hijos, hijas y familiares de genocidas por la memoria, la verdad y la justicia. 30.000 motivos”.
Si bien este proceso “no se puede equiparar” con “las experiencias de las hijas de desaparecidos”, se “buscó tejer una genealogía común” que muestra a unas y otras “en el gesto feminista de aguafiestas frente a diversos discursos sociales establecidos”, señaló Peller. Estas hijas cuestionan “interpretaciones y opciones de la generación militante de sus padres” y las “leyes patriarcales de parentesco” y, en cambio, producen “nuevos discursos disruptivos sobre el pasado que apuntan a producir nuevas interpretaciones hacia el futuro”, evaluó.