La II Jornada Clínica “Niñez adoleciendo” reunió a docentes, especialistas y estudiantes de la Especialización en Psicoterapia Psicodinámica para reflexionar sobre una pregunta fundamental: ¿qué nos enseña la niñez que sufre? Organizada como parte del ciclo de jornadas de la especialización, la actividad propuso una clínica centrada en la escucha ética, más allá de los diagnósticos o las intervenciones urgentes.
En un contexto donde la infancia enfrenta el control y la corrección, se destacó la importancia de un trabajo paciente que dé lugar al deseo y al dolor, promoviendo la palabra compartida como herramienta transformadora en situaciones de vulnerabilidad.
Transferencia y contratransferencia: desafíos en la clínica
El primer panel, coordinado por Adriana Alonzo, contó con las presentaciones de Mariana Pérez, Juliana Roldán, Tania Correa y Micaela Laore, y con la participación del psicomotricista Juan Mila como comentarista.
Pérez y Roldán abordaron la dinámica transferencial en sus casos clínicos, entendiendo la transferencia como un proceso psíquico fundamental en el que el paciente proyecta sentimientos, deseos, fantasías o conflictos inconscientes —originados en experiencias tempranas, especialmente con figuras parentales— hacia la figura del terapeuta.
Pérez presentó el caso de E., un adolescente de 16 años derivado tras un intento de autoeliminación, cuya ausencia recurrente en las sesiones reflejó un vacío que interpelaba al analista. Se preguntó: “¿Qué se pone en juego para el analista cuando no hay encuentro?”, subrayando que la ausencia del paciente también comunica algo significativo.
Roldán, por su parte, expuso el caso de Maximiliano, un niño de 7 años con hiperactividad, cuya transferencia positiva se manifestó en juegos simbólicos de castillos y dinosaurios. En una sesión, Maximiliano expresó: “Vos y tu esposo son la princesa y el príncipe”, ubicando a la terapeuta en un lugar edípico. Roldán destacó la contratransferencia como brújula clínica para sostener el encuadre sin responder de manera literal.
Correa relató el caso de Clara, una niña de 9 años marcada por la ausencia paterna y la violencia familiar, quien dibujó corazones rotos y escribió: “Tania, la mejor psicóloga”, evidenciando un lazo transferencial intenso que generó agobio en la terapeuta.
Por último, Laore presentó el caso de Juan, un niño de 7 años afectado por la muerte violenta de su padre, quien en juegos de bases militares expresó: “Me gusta venir acá”, buscando afecto en un entorno de desamparo. Ambas destacaron la supervisión como herramienta clave para manejar la contratransferencia en contextos de fragilidad.
En el cierre, Mila valoró la supervisión como “un resguardo psíquico” tanto para analistas como para supervisores, propuso fortalecer los dispositivos grupales y cuestionó su escasa utilización en el abordaje de infancias vulneradas.
Ausencias y Corporalidades: Desafíos Éticos
El segundo panel, coordinado por Susana Martínez, reunió a Mariana Barbosa, Eugenia Díaz, Joaquín Dos Santos y María José Coll.
Barbosa analizó el caso de Agustina, una madre adolescente de 16 años derivada de un centro diurno, cuya ambivalencia se expresó en inasistencias y transformaciones físicas que reflejaban una identidad en construcción. Se preguntó: “¿Qué había de mí puesto en su ausencia? ¿La ausencia de quién era?”, y defendió una clínica abierta al diálogo entre lo subjetivo y lo social, evitando reducir las adolescencias a categorías rígidas.
Díaz abordó la corporalidad en los casos de E. (8 años), con movimientos caóticos, y N. (9 años), con rigidez. Señaló que “poner el cuerpo” como terapeuta permitió sostener el encuadre y el despliegue del niño.
Por su parte, Dos Santos presentó a Víctor, un niño de 8 años afectado por el secreto de la muerte de su padre, quien preguntó: “¿Vos sabés cómo se llama esto?”, proyectando incertidumbre en la transferencia. Destacó la ética de sostener la incertidumbre sin apropiarse de un saber que no corresponde, apoyándose en la supervisión.
Coll, docente de música, se conectó con Agustina al mencionar a una estudiante homónima y cuestionó la falta de herramientas psicológicas en el ámbito educativo: “Nos encontramos con un montón de situaciones que, de pique, no estamos preparados para manejar”. Propuso un “nexo” entre educación y psicología, y valoró la enseñanza desde el acompañamiento, no desde la imposición: “Saqué la palabra ‘difícil’ de mi vocabulario exterior”.
Límites y Pérdidas: escucha en infancias vulneradas
El tercer y último panel, coordinado por Raquel Cal, con la participación de Anabel Beniscelli como invitada, incluyó a Jhoana Arismendi, Micaela Casadas, Lucía Iglesias y Virginia Sosa.
Arismendi presentó el caso de Elías, un adolescente trans de 18 años derivado por el INAU, cuya madre lo llamaba Mercedes, negando su identidad. Elías expresó: “Si me voy de mi casa, no puedo volver. Mi madre es la única persona que tengo”, reflejando angustia por violencia y abandono. Arismendi se interrogó sobre cómo abordar los conflictos psíquicos frente a vulnerabilidades reales como el hambre, y subrayó la necesidad de evitar el abandono institucional.
Sosa presentó a Juan, un niño de 8 años con conductas disruptivas, cuya madre había vivido violencia de género. En el juego, Juan simbolizó un conflicto con una “papa caliente” enviada “a la Antártida para que se enfríe”, lo que llevó a Sosa a preguntarse: “¿Quién es el paciente?”.
Casadas expuso el caso de Sofía, una niña de 7 años con ansiedad por separación, que asoció la pérdida diciendo: “Mi gatita Fiona está en el cielito”. La terapeuta subrayó la importancia de un discurso adulto claro para acompañar los procesos de duelo.
Iglesias abordó el caso de Facundo, un niño de 8 años con conductas agresivas, cuya madre, Romina, relató una historia de consumo problemático y violencia. En las instancias de juego, Facundo construyó murallas y cámaras —interpretadas como defensas frente a un entorno amenazante— y escribió su nombre con dificultad, evidenciando fragilidad identitaria. Iglesias se preguntó: “¿A quién estaba queriendo cuidar?”, al modificar la entrevista inicial para proteger a Romina, y destacó el silencio del niño como comunicación transferencial de aislamiento.
Finalmente, Beniscelli comentó los casos, señalando la violencia y la vulnerabilidad como ejes comunes. Subrayó la importancia del autocuidado del terapeuta y de los límites sociales para estructurar la subjetividad, y advirtió sobre los discursos que, al omitir la función simbólica del límite, refuerzan las ausencias parentales.