Licenciado en Psicología (Facultad de Psicología-Udelar; 1992); Magister en Psicología Social (Udelar; 2013); Doctor en Ciencias de la Salud (Escuela Nacional de Salud Pública – Cuba; 2017).
Se ha especializado también en Procesos Regionales de Evaluación y Acreditación de la Calidad de la Educación Superior (Red Iberoamericana para la Acreditación de la Calidad de la Educación Superior - Costa Rica; 2011) e integra en representación de la Udelar la Comisión Ad Hoc de Acreditación Arcu-Sur del Ministerio de Educación y Cultura.
Durante las dos últimas décadas ha ejercido diversos cargos docentes en la Facultad de Psicología en los cursos de Psicología Social y Talleres del primer Plan de Estudios.
En 2009 ingresó al régimen de Dedicación Total y en 2015 accedió por concurso central de oportunidades de ascenso (LLOA) al cargo de Profesor Titular del Instituto de Psicología Social.
Desde 1993 investiga el impacto social y simbólico de las sustancias psicoactivas y los eventuales usos problemáticos de las mismas habiendo publicado numerosos libros y artículos sobre el tema y dictado una amplia diversidad de cursos de grado y posgrado relacionados con esa problemática. Asimismo ha sido coordinador y supervisor de varios equipos de atención psicológica a nivel privado, desarrollando una vasta actividad clínica psicológica con niños y adolescentes así como en el tratamiento de adicciones.
En forma paralela a su trabajo académico ha realizado una amplia labor artística e intelectual como narrador, poeta y periodista cultural habiendo obtenido varios premios en poesía y ensayo.
Línea de investigación/Grupo de investigación: Sistematización del proceso de intervención desarrollado por el Programa Aleros en tres zonas: Centro, Cerro y Oeste. Montevideo, 2021
Usos culturales de drogas y tratamientos de usuarios problemáticos de alcohol y sustancias psicoactivas; sociedad y medios masivos de comunicación; psicología y arte.
Instituto de Psicología Social
Dirección: Tristán Narvaja 1674 (EDIFICIO CENTRAL)
Ubicación: NIVEL 2
Teléfono: (598) 2400 8555
Interno: 330
Cada año miles de jóvenes llegan a Montevideo a estudiar en la universidad, una etapa repleta de desafíos, soledad y miedos.
La primera noche en Montevideo lloré. La segunda, también. Los días previos a mudarme desde Nueva Helvecia fueron complicados. Me negaba a todo lo que implicara relación alguna con la capital. Era un domingo de marzo de 2012 cuando me subí a un ómnibus con una valija que era más grande que yo. "Avisanos cuando llegues", me habían dicho mis padres, que esperaban con mis hermanos a que mi ómnibus arrancara. Llegar a Tres Cruces, lejos de agrandar mis expectativas, me generó un sentimiento de angustia que hoy, cinco años después de ese momento, aún recuerdo. Y sí, esa noche lloré y la siguiente y la siguiente. Llegué a vivir a una residencia con más de 50 chicas de todas partes del país. No conocía a nadie.
Un día antes de empezar la Facultad de Información y Comunicación, de la Universidad de la República, le pedí a mi prima que se tomara conmigo el 145. Fuimos hasta la facultad, llegamos a la puerta y dimos vuelta. Lo mismo hicimos desde la residencia a Tres Cruces y al Centro. Necesitaba comprobar que sabía llegar. Durante más de dos meses anduve con un mapa que mi prima me había hecho a mano. Durante más de dos meses, antes de subirme al 145, preguntaba si efectivamente me llevaba hasta facultad. Durante más de dos meses estuve convencida, aunque me dijeran lo contrario, de que el recorrido de los ómnibus urbanos era circular. Durante más de dos meses, todos los días, quise volverme a mi casa.
Tener 18 años y ser estudiante del interior en el medio de la capital, no resulta tarea sencilla ni mucho menos. Adaptarse a una ciudad nueva e inmensa (así la vemos), hacerse cargo de una casa, convivir con personas nuevas, estar lejos de la familia y trabajar para poder mantenerse, son solo algunas de las dificultades que enfrentamos y que, muchas veces, no estamos preparados para afrontar.
Lejos y solos
Cuando hace cinco años los padres de Agustín Melgar (24) lo dejaron en un apartamento de la Ciudad Vieja y se fueron para Melo, se dio cuenta de que empezaba una etapa nueva y que se tenía que "poner las pilas" porque estaba solo. "Al principio yo me hacía el superado. ¡Ay, cuándo mis padres se fueron! Fue un viernes, yo arrancaba facultad el lunes. Entré al apartamento, me senté, me hice un mate, no tenía más que la cama y algunas cosas básicas más, pero no tenía ni computadora ni nada. Me senté acá y me puse a escuchar a Pepe Guerra, Orejano, y estuve sentado meditando en todo lo que tenía que hacer. Fue horrible, estaba en la soledad mal, cuando se fueron me cayó la ficha", dice Agustín, sentado en el mismo apartamento en el que sus padres lo dejaron aquella vez.
"Decidir migrar para estudiar conlleva cambios y dificultades en un proceso de doble inserción", explica el psicólogo y profesor titular de Psicología Social en la Facultad de Psicología de la Universidad de la República, Juan Fernández Romar. Por un lado, "a un medio urbano desconocido, que el joven está exigido a descubrir y obligado a adaptarse y también a un ámbito superior de estudios con reglas diferentes a la tutela parental del liceo". El proceso de adaptación, además, depende de los tiempos de cada estudiante.
Caer en la cuenta de que venir a vivir solo y lejos de la familia no es sinónimo de libertad, como algunos jóvenes suelen pensar, es cuestión de unos pocos días. Cocinar, limpiar, lavar, organizarse los tiempos y, además, estudiar, demuestran que ser independiente no es tan fácil como a priori parecía. Así, la primera vez que Agustín lavó la ropa, fue cuando ya no tenía nada limpio: "Llegué a casa un día y tenía como 200 kilos de ropa amontonada para lavar", recuerda el estudiante, a quien ahora le quedan unos exámenes para terminar la carrera de Neurofisiología en la Escuela Universitaria de Tecnología Médica (EUTM).
Cuando no se está acostumbrado a llevar adelante una casa los problemas domésticos suelen ser moneda corriente, especialmente los primeros meses. Eso le sucedió a Antonella Luaces (23), de Paysandú, después de haber vivido dos años en una residencia universitaria y decidir mudarse a un apartamento con una amiga. Las dos tenían 20 cuando sintieron que era momento de "madurar" y encarar la vida solas. "Éramos un peligro. Yo no sabía cocinar nada y ella mucho menos que yo. Nuestros padres nos mandaban encomiendas una semana cada uno con comida pronta", cuenta Antonella, licenciada en Psicología desde setiembre del año pasado. "Me acuerdo que la primera vez que quise hacer un arroz, se me prendió fuego un repasador, y cuando mi amiga llegó de clase al apartamento yo estaba llorando de la frustración".
Si sus padres por alguna razón no les mandaban la comida, Antonella y su amiga vivían a "arroz, fideos, alguna ensalada y no mucho más". Eso sí, cuando se decidían a hacer algún plato un poco más elaborado, la cocina se transformaba en ritual: "Nos esperábamos, hacíamos juntas las compras y después cocinábamos juntas, de a poco. Era divertido".
Pero las cuestiones domésticas se solucionan con el tiempo. Lo que no se soluciona, es, según Agustín, las ganas de irse a su casa de Melo, especialmente algún fin de semana en el que se tiene que quedar por estudio. "Ahora hace dos años que vivo con Sofi, mi hermana, pero el primer año fue complicado. Cuando llegaba acá a casa en invierno no había nadie, ni los perros. Llegaba, hacía tremendo frío, tenía que ponerme a cocinar y a hacer todo solo. Entonces ta, es difícil".
Darse contra la pared
Gonzalo Hernández (24) es de Nueva Helvecia. Desde niño supo que quería estudiar Economía, aunque no supiera muy bien qué era eso de ser contador. "Desde chiquito siempre me gustaron los números, me gustó la matemática, me iba recontra bien en la escuela y en el liceo en esas cosas y desde siempre dije que iba a ser contador", dice. Hoy, le faltan tres exámenes para terminar la Licenciatura en Comunicación.
Para cualquier adolescente decidir qué quiere hacer el resto de su vida no resulta demasiado fácil. Errarle es parte del camino, dicen. Y Gonzalo le erró. "Hice quinto Científico y sexto de Economía y ya medio como que empecé a darme cuenta de lo que era ser contador y ahí ya no lo veía con los mismos ojos. Además, me empezaron a gustar otras cosas, como escribir. Pero ta, todo el mundo esperaba que yo fuese contador". Incluso él estaba convencido de que era lo que iba a hacer. Terminó el liceo y se inscribió en la Facultad de Economía.
A Gonzalo le bastó un año y un par de materias para darse cuenta de que no era lo que quería. "Antes de venirme a Montevideo yo tenía una visión del mundo y de la vida bastante, no sé cómo decirle, simple, o simplista capaz. Yo creía que iba a hacer una carrera de contador, en cinco años la terminaba, iba a conseguir tremendo laburo, formar una familia y así todo, todo muy ordenadito". Pero lo suyo no eran ni los números ni el orden.
Así, al tiempo de mudarse a Montevideo, se sintió sobrepasado: "La inmensidad de la ciudad, la cantidad de gente, fue como mucho, sumado a que no me gustó la carrera y todo eso, eran como muchas cosas juntas", dice, aunque reconoce que después le agarró el "gustito" a Montevideo y abrió su cabeza. "Yo estaba acostumbrado a ser bueno en todo, a destacar, porque en Nueva Helvecia era todo más chico. Capaz fue por esa crisis que tuve en la carrera, pero me encontré con que en la facultad era uno más del montón, y eso me pegó y sumó a mi crisis, me afectó bastante".
Sobre el tema, el psicólogo Romar sostiene que "recién a una edad avanzada alguien puede estar seguro de que es lo que quiere hacer el resto de su vida. Antes es ensayo y error, experimentación y desafío".
A Agustín le pasó algo parecido. Cuando se mudó a Montevideo, lo hizo para estudiar Medicina. Sin embargo, fue cuestión de un semestre darse cuenta de que no era eso lo que realmente quería. Así que, dio la prueba para ingresar a la EUTM y entró. Sin embargo, cree que la primera vez que se "dio contra la pared" fue cuando llegaron los primeros parciales. "Papá siempre me decía: Mirá que allá tenés que estudiar en serio y yo le decía que sí, que yo estudiaba y creía que me las sabía todas, creía que estudiando una semana antes salvaba. Y llegó la semana antes de los parciales y me quería matar, estaba agobiado, tenía 250 cosas para estudiar y no me daba nunca el tiempo. Y ahí me di contra la pared 200 veces, hasta que me di cuenta de que la cosa llevaba otro ritmo".
Extrañar
"Yo extraño siempre, siempre tengo ganas de estar en mi casa", dice María Mercedes Fernández (19), de Durazno. Se mudó a Montevideo en 2016 para estudiar Veterinaria y vive en la Residencia Universitaria Del Mar, junto con su hermana, Isolina (21), que estudia Agronomía y vive en la capital desde 2013.
"Me acuerdo clarito de que el primer año que me vine, a Tomás, uno de mis hermanos se le cayó el primer diente y yo no estaba en casa. Dije: Mis hermanos más chicos están creciendo y yo ya me lo estoy perdiendo, fue horrible", recuerda Isolina.
Es cierto que existen situaciones o momentos que hacen recordar que uno está lejos de casa y, claro, es ahí, justamente cuando las ganas de volver se hacen sentir. "A mí me pasa en el cumpleaños de mi madre, que es durante el año o de Vinicio, mi hermano más chico, nunca puedo estar en Melo", dice Agustín. "Me duele pila porque me encantaría estar con ellos", reafirma.
El día en que Antonella tuvo que defender su tesis fue una "mezcla de emociones, porque como todo estudiante del interior, sabés el sacrificio que fue para tu familia mantenerte acá y yo esperaba que mis padres estuvieran para acompañarme en ese momento". Sin embargo, por un problema de salud de su mamá, eso no pudo ser. "Dos días antes me llamaron y me dijeron que mamá estaba internada y que seguramente no iban a poder venir. Entonces, yo quería defender la tesis y que ellos estuvieran acá, a la vez quería estar allá, pero a su vez no podía hacer nada", recuerda. Y es que, en esos momentos, es muy fácil convertirse en un niño nervioso que solo necesita que la mamá le diga que sí, que va a poder y que todo va a estar bien. "Me acuerdo de que yo estaba llegando a la facultad, con una amiga que se recibió el mismo día que yo y su madre, y era como que yo también quería que mamá estuviera ahí, y papá también".
Pero, como siempre, las madres se ingenian para estar presentes. "Ella estaba en CTI ese día y no podía estar con el teléfono, pero yo no sabía que había pedido para poder hablar conmigo un rato antes de que yo entrara. Así que estaba llegando a facultad y me llama mamá para desearme suerte. Me largué a llorar en pleno Tristán Narvaja y Mercedes. Yo creo que eso me dio fuerzas e hizo que estuviera más tranquila". Cuando salió y había salvado, llamó a sus padres y a su abuelo, que llorando le dijo lo mismo que le había repetido durante toda su carrera: "No esperaba menos de vos".
Perdidos en la ciudad
"Para ir a la facultad tengo que hacer transbordo, y un día le pregunté a alguien si el bondi me servía y me subí a un 104. Yo pensé que me llevaba a la facultad y me bajé en la Plaza Independencia. Eran las 7 de la mañana y tenía parcial, no sabía para dónde arrancar, no había nadie, y ta, no era tan grave, pero en ese momento fue trágico", cuenta Isolina, y ahora se ríe.
El primer día de clases, Agustín se tomó un 188 convencido de que lo dejaría en la Facultad de Medicina. "Cuando quise ver estaba en Bulevar Artigas re perdido. Me tuve que tomar un taxi. Llegué re tarde, abrí la puerta del anfiteatro y estaba todo el mundo mirándome", recuerda.
Y Antonella, aunque reconoce haber sido muy prudente con los ómnibus y mirar cada horario y cada recorrido, también se perdió. "Iba a ir a una peluquería que me habían recomendado que era en Paso Carrasco. Me bajé del ómnibus una parada antes o después y no supe dónde estaba parada. Tuve que llamar al peluquero, que me fue a buscar en moto".
No es fácil encontrarse solo en el medio de una ciudad grande que nos hacer perdernos. De hecho, no hace mucho tiempo, cuando fui a Tres Cruces para charlar con Antonella, me dijeron: "Te paso a buscar por la calle Goes". Y tuve que preguntar cuál era Goes.
Diferencias del interior y Montevideo
El rector interino de la Universidad de la República y decano de la Facultad de Ciencias, Juan Cristina, dice no reconocer diferencias significativas entre los estudiantes del interior y los de Montevideo que ingresan a la Universidad. "Obviamente que los del interior tienen que adaptarse a lo que es el desarraigo", aclara. Así, afirma que en los alumnos de su facultad, las diferencias en la formación no son notorias. El decano cree que los nuevos estudiantes son "generaciones en búsqueda constante, porque este es un mundo muy cambiante. Antes uno entraba en una empresa y estaba allí por 35 años igual. Hoy no, probablemente sean generaciones que van a tener que elegir y buscar varias veces en su vida". Cristina considera que lo más importante es que los jóvenes elijan lo que les gusta, sin tener miedo a equivocarse. "A veces eso se puede ver como una frustración, y no es así".
Cuando combinar estudio y trabajo cambia la rutina
Son muchos los estudiantes que, una vez avanzados en la carrera, empiezan a trabajar, sea por elección o por necesidad. Esta situación constituye un nuevo desafío para los jóvenes porque deben reorganizar su vida en torno a los tiempos de una nueva y cargada rutina. Ese es el caso de Gonzalo que empezó a trabajar durante el tercer año de carrera. "Trabajar en cierto punto era una necesidad porque mis padres no me pueden bancar para siempre", dice. Así fue que comenzó con cuatro horas en una empresa de publicidad para radios del interior; primero fueron cuatro horas, pero después fueron ocho: de 10 a 18. Salía y se iba a clase y de clase, a casa para estudiar. "Pero no creo que sea un tema tanto de tiempos, sino de cansancio, sea cual sea el trabajo que tengas, te consume mucha energía", aclara Gonzalo y resalta la importancia de la beca que obtuvo del Fondo de Solidaridad. "La beca del fondo de solidaridad fue mi gran ayuda, medio que fundamental, porque sin eso creo que no hubiese podido bancarme".
Antonella empezó a trabajar como acompañante terapéutica de un niño con autismo justo cuando empezaba a hacer la tesis. Al poco tiempo tuvo que abandonar ese trabajo porque le llevaba ocho horas y llegaba agotada para sentarse a estudiar. "Por suerte al poco tiempo conseguí trabajo con otro niño, pero por menos horas y dentro de una institución que me respalda", dice.
Y Agustín, de Melo, no es la excepción. Empezó a trabajar en un estudio jurídico hace tres años, después de haber perdido un examen de la EUTM y porque no quería seguir pidiéndole plata a su familia. "Al principio me costó acostumbrarme de los tiempos", cuenta.
Un modelo que combate la soledad
María Mercedes e Isolina son hermanas, de Durazno, y viven en una residencia universitaria. "Cuando yo me vine ella me explicó todo, hasta me retaba porque yo salía una hora antes para ir a facultad", dice María Mercedes. Las dos reconocen que vivir en una residencia, rodeada gente, las ayuda a sentirse más cómodas. "Nosotras venimos de una familia grande y estamos acostumbradas a estar con gente todo el tiempo", cuenta Isolina y dice que una de las cosas que más le gusta de la residencia es la diversidad de chicas con las que vive.
Lo mismo cree Antonella, de Paysandú, que vivió dos años en una residencia cuando recién se mudó a Montevideo. "Nunca estábamos solas, eso era la principal diferencia con vivir en un apartamento. Mis amigas y yo, aunque cada una estudiaba cosas distintas, nos sentábamos en la misma mesa para estudiar, por más que había otras mesas libres, aprontábamos el mate y nos dábamos para adelante entre todas", reconoce y dice que de esa forma, no se sentía tan lejos de su casa. "Las amigas que hacés ahí pasan a ser como tu familia".