Doctorando en Psicología (Facultad de Psicología - Udelar). Magister en Ciencias Humanas, opción Estudios Latinoamericanos. Licenciado en Psicología. Diplomado en Género y políticas públicas. Especializado en trabajo con víctimas de experiencias traumáticas (Instituto Vasco de Criminología de la Universidad del País Vasco). Especializado en intervención con varones que ejercen violencia. Diplomado en Género y políticas de igualdad (FLACSO – Uruguay). Posgrado en Psicoanálisis y Género (Asociación de Psicológos de Buenos Aires - Universidad JFK). Desde 2018 se desempeña como psicólogo en la Unidad de Víctimas y Testigos de la Fiscalía General de la Nación. Integra el equipo docente del Programa de Género, Sexualidad y salud reproductiva del Instituto de Psicología de la Salud de la Facultad de Psicología de la UdelaR.
Dentro de sus publicaciones destacan el libro “Entre el borrado y la afirmación. Corporalidades trans en el sistema penitenciario.” en coautoría con Diego Sempol y Leticia Palumbo y “La trata sexual en el Río de la Plata. La construcción de la política pública y su investigación y persecución penal en contextos situados” publicado por Fundación de Cultura Universitaria.
Sus principales líneas de trabajo académicas se vinculan con el campo de la salud y género, masculinidades, diversidad sexual, violencia de género, violencia sexual y trata de personas.
Profesionales analizan cómo el discurso antifeminista en redes sociales influye en la subjetividad masculina y se traduce en violencia concreta. También plantean desafíos para frenar este fenómeno.
¿Qué ocurre cuando el odio deja de ser un discurso y se convierte en un arma mortal? ¿En qué momento los mensajes que niegan la violencia machista, que se burlan del feminismo o que acusan a las mujeres de mentir y manipular cruzan todos los límites y se transforman en crímenes? ¿Cómo se llega a la violencia extrema del femicidio?
El reciente doble femicidio de Luna Giardina y su madre, Mariel Zamudio, a manos de Pablo Laurta, fundador del grupo Varones Unidos Uruguay y administrador de sus redes, habla fuerte y claro. Laurta —quien durante años difundió desde sus cuentas mensajes antifeministas, misóginos, teorías sobre “denuncias falsas”, ataques sistemáticos a la Ley 19.580, y que ya cargaba con denuncias por violencia de género en su contra— asesinó a su expareja, a su suegra, al remisero que lo trasladó de Entre Ríos a Córdoba, y mantuvo secuestrado durante horas a su hijo de cinco años.
El ahora femicida y homicida no era desconocido. Había logrado construir una presencia pública que le abrió espacios en medios y ámbitos institucionales. En 2017, en el marco del debate sobre el proyecto de ley de violencia de género, varios medios de comunicación le dieron voz como vocero del colectivo para expresar su postura contraria a esa normativa. Hasta se dio el lujo en 2022, de hacer una exposición en el Parlamento, donde, presentándose como fundador de su empresa VContenidos, disertó sobre los “desafíos” que la transformación tecnológica plantea a las libertades fundamentales. También se comprobó que tenía vínculo con los libertarios argentinos Agustín Laje y Nicolás Márquez, conocidos por sus discursos antifeministas y ultraconservadores.
Luego de los crímenes, la red social X inhabilitó el perfil que gestionaba Lautra por incitación al odio, pero la cuenta de Facebook —que se presenta bajo el nombre "Varones Unidos" por una masculinidad positiva—sigue activa al momento de cerrar esta nota. La violencia también sigue activa. En una de las últimas publicaciones de este grupo, fechada el 14 de octubre, se refiere a Giardina como una “psicópata” que “secuestró” a su hijo; la responsabiliza del accionar del femicida adjudicándole un “historial de coerción, manipulación, hostigamiento y amenazas”, y vuelve a instalar el relato de las denuncias falsas. “La psicopatología de la autora del secuestro internacional extorsivo del caso Pedro Laurta es clave para comprender que las falsas denuncias y los secuestros parentales no surgen de la nada, sino que son manifestaciones delictivas extremas de patrones más amplios de violencia femenina: comportamientos coercitivos, hostigamiento y acoso”, escribieron.
Varones Unidos no es un caso aislado. Según una investigación publicada por La Diaria el año pasado, en la última década proliferaron en Uruguay otros espacios con el mismo tono y propósito: TPNH (2012), Varones Unidos por una Masculinidad Positiva (2015), Stop Abuso Uruguay (2016), Familias Unidas por Nuestros Niños (2019), Damnificados Ley de Género (2019) y Colectivo Papás Presentes (2020). Desde allí se difunden relatos que cuestionan las políticas de género, niegan las violencias estructurales y promueven un relato de “injusticia” en el que se colocan como víctimas de denuncias falsas.
Sin embargo, los datos desmienten ese relato. Un estudio reciente de la Universidad Claeh —que analizó 85 expedientes judiciales entre 2021 y 2023— concluyó que las denuncias falsas por violencia de género son “insignificantes”. Es decir: el mito en el que se apoyan estos movimientos no tiene sustento real. Pero su efecto social sí lo tiene, y es desgarrador. Porque más allá de los posteos y las consignas, lo que está en juego es la legitimación social de la violencia machista. La forma en que esos discursos se naturalizan, circulan, encuentran eco en conversaciones cotidianas o en decisiones institucionales.
El doble femicidio perpetuado Laurta no fue el único caso reciente que expuso esa correlación entre discurso y violencia. Apenas un mes atrás, Alfonsina y Francisco fueron asesinados por su padre, Andrés Morosini, en un contexto de violencia vicaria. Laurta fue uno de los tantos varones que se posicionaron públicamente en defensa del asesino, desplegando el mismo repertorio de negacionismo y justificación que hoy vuelve a resonar. ¿Qué nos dice esa reacción sobre el pacto entre varones que se niegan a ver —o deciden no ver— la raíz de la violencia? ¿Qué responsabilidad colectiva hay cuando ese pacto se traduce en silencios, complicidades o en muertes que podrían haberse evitado? ¿Cuánta violencia se gesta en el terreno de las palabras antes de manifestarse en los cuerpos?
En este contexto de expansión de los discursos antifeministas, Caras y Caretas dialogó con tres especialistas que analizan cómo estas narrativas de odio operan como una maquinaria de desinformación y retroceso cultural, y qué responsabilidad colectiva implica frenarlas antes de que vuelvan a cobrar vida —y muerte—.
Crisis de género, malestar y pactos
En los últimos años, los discursos antifeministas han encontrado eco en ciertos sectores masculinos que sienten que su lugar en el orden social se tambalea. Pero, ¿qué explica esa adhesión? ¿Qué procesos individuales y colectivos están detrás de esos discursos que, como en el caso de Varones Unidos, se transforman en plataformas de odio?
Para Néstor Rodríguez, psicólogo integrante del Programa de Género, Derechos Reproductivos y Sexualidad del Instituto de Psicología de la Salud de la Udelar, no se trata de un fenómeno aislado, sino de una “crisis del orden de género” que atraviesa el mundo desde hace décadas. “Estamos en un contexto de crisis en las relaciones entre hombres y mujeres, a partir de que las mujeres han puesto sobre la agenda pública un conjunto de vulneraciones de sus derechos”, explicó. Según Rodríguez, estos grupos antifeministas —sobre todo aquellos asociados a perspectivas conservadoras en el plano político de Estados Unidos, aparecen en el marco del surgimiento de los movimientos feministas —particularmente desde la tercera ola, en los años setenta— “como una respuesta contestataria al avance de los derechos de las mujeres y de los colectivos LGTB+”.
Actualmente, señaló, ese mismo patrón se repite bajo nuevas formas. “Muchos hombres adoptan distintas posiciones frente al movimiento feminista plural: algunos desde la consternación o el desconcierto, por no saber cómo ubicarse ante esa agenda de derechos de las mujeres, otros con reacciones más violentas, y algunos se muestran en esa perplejidad entre igualitaristas y utilitarios, en donde lo que hacen es acompañar el cambio de las mujeres, pero de forma pasiva, haciendo uso de algunos cambios en las relaciones, pero sin comprometerse mucho”. En ese terreno de incertidumbre, los grupos antifeministas “capitalizan el malestar subjetivo de los hombres” y “lo transforman en una causa política: en una bandera contra el feminismo”.
El docente de Filosofía y educador sexual Nicolás Sosa, especialista en masculinidades y creador del espacio Varones en Conversa, coincide en que se trata de un fenómeno complejo, que debe abordarse de forma multidimensional. “No es que algo puntual ocurra y los varones se refugien en esos discursos, sino que hay un contexto histórico y cultural donde se pone en disputa qué significa ser hombre, ser mujer y qué rol le toca a cada uno”.
Sosa sostiene que los discursos antifeministas “recogen una tradición de dominio masculina” y apelan a una “promesa de restitución del poder dañado”, en un momento en que las jerarquías tradicionales se ven desafiadas. A su juicio, los varones encuentran en esas narrativas una salida emocional a una educación marcada por la violencia y la negación de la sensibilidad. “La educación masculina es una educación en mandatos de violencia. Desde chicos nos regalan armas para jugar, se nos enseña a hacer la guerra. No sorprende que en la adultez algunos busquen refugio en discursos que prometen dominio. Hablar de género es hablar de las historias de los poderes, porque las relaciones de género son relaciones de poderes en las que se disputan espacios, imaginarios, materialidades”, observó.
Los discursos de odio logran adhesiones no solo por su contenido provocador o su capacidad de identificación, sino también por la ausencia de otros relatos que habiliten otras formas de ser varón. Sosa lo explicó así: “Faltan discursos que permitan conectar con un plano más reflexivo, más descentrado del dominio, del poder, y conectados con una afectividad más sensible”. “Trabajo con adolescentes hace catorce años, y lo que veo es que, frente a los reclamos feministas —‘estamos cansadas’, ‘estamos hartas de la violencia’—, la experiencia masculina muchas veces lo recoge no solo como una interpelación, sino como una acusación moral: ‘Por culpa de ustedes’”, señala. “Ahí empieza todo un escenario donde los varones buscan despegarse de la responsabilidad —‘yo no soy así’, ‘no todos somos así’—, en lugar de revisar el lugar que ocupan en esa trama”, agregó.
Para Alicia Deus, abogada especializada en género y corredactora de la Ley 19.580, el caso de Laurta evidenció una vez más “que los relatos de odio, exacerbados por las redes sociales, promueven situaciones de violencia terribles”, algo que el feminismo ha planteado hasta el hartazgo.
“Son discursos peligrosos, fogoneados por algunos legisladores que les dan legitimidad. Así se difunden, aumentan en agresión y terminan instalando la idea de que el feminismo es el enemigo. La principal batalla de estos grupos es contra el feminismo y, por supuesto, contra la supuesta perspectiva de género en la Justicia”, añadió.
Deus advierte que esta narrativa antifeminista ha calado hondo en la percepción social: “Una investigación reciente mostró que más de la mitad de la población cree que existen denuncias falsas de violencia de género, pese a que no hay evidencia alguna. ¿Por qué? Porque el mensaje se repite hasta volverse creíble. Como decía Goebbels, una mentira mil veces repetida puede convertirse en verdad”. “
¿Pero quiénes están detrás, por ejemplo, de los relatos de las denuncias falsas?”, se preguntó. Como respuesta, aseguró que “la triste realidad” es que “en la mayoría de los casos, son hombres que están judicializados, que tienen causas personales”. “El ejemplo más claro es este personaje terrible [por Laurta] que difundía su caso como víctima del sistema y víctima de su expareja, de su suegra. Pero hay muchos otros”.
A esto se suma, señaló la abogada, “la industria que se ha generado en torno a la idea de las ‘denuncias falsas’”. “Esos discursos también son utilizados por la Justicia. Hay abogados y peritos que se promocionan en redes ofreciendo ‘salvar’ a los hombres de denuncias falsas, para archivarlas”.
Deus también destacó que los sectores antifeministas no solo encontraron eco en la sociedad, sino también en el sistema político, donde —según señaló— se les abrió espacio para difundir sus ideas. En ese sentido, sostuvo que “se les dio ingreso al Palacio Legislativo a que expongan sus ideas y se las promovió”. Como consecuencia, mencionó la aprobación de la ley de tenencia compartida, impulsada —dijo— tras un intenso lobby de estos grupos, “y a pesar de que todas las organizaciones públicas, privadas y sociales vinculadas al tema advirtieron en el Parlamento que era una mala ley, que no era necesaria y presentaron observaciones comprobables”.
Del dicho al hecho
¿Cómo se pasa de un discurso que banaliza la violencia de género a una práctica concreta que la perpetúa? ¿Qué hilos unen las narrativas antifeministas con la violencia extrema? Para Rodríguez detrás de esos mensajes hay una verdadera “ingeniería conceptual”, compuesta por ideas como las “denuncias falsas”, la “ideología de género” o la noción de un “sistema judicial feminista” que vulnera derechos de los hombres. “Todo eso —explica— constituye una trama ideológica sin sustento empírico ni científico, pero con un enorme poder de resonancia. Encuentra eco en ciertos espacios académicos y mediáticos que reproducen conceptos como el ‘síndrome de alienación parental’ y se oponen al reconocimiento de la violencia vicaria”.
El experto sostuvo que es “muy complejo” explicar cómo se va configurando la subjetividad de quienes concretan hechos de violencia, ya que inciden factores individuales, contextuales y sociales. Sin embargo, señaló que “lo que los moviliza es un fuerte componente ideológico, patriarcal, misógino, machista y que defiende una mirada ultraconservadora”.
Y agregó: “Hay un factor que tiene un alto valor predictivo en el ejercicio de la violencia: las actitudes y las creencias que la sustentan. Si una persona considera que la violencia es una forma de resolver conflictos inherentes a cualquier tipo de relación humana o que la vulneración de los derechos de otra persona a través del ejercicio violento es una forma de acallar su voz porque no puedo tolerar lo que está diciendo, es muy probablemente que actúe en consecuencia”.
Esas creencias, prosiguió, se moldean desde la infancia, se fortalecen con la socialización y se reafirman cuando el entorno —voces académicas o incluso ciertos liderazgos políticos— las legitiman. “Algunos psicólogos y psicólogas, por ejemplo, han salido a la prensa a defender el síndrome de alienación parental o a manifestarse en contra del concepto de violencia vicaria, pero sin ningún tipo de sustento académico o científico”.
Por otro lado, el psicólogo remarcó la importancia de centrar la discusión desde la perspectiva de género y no desde una perspectiva de las masculinidades, que “no existe” como categoría de análisis. “Lo que hay es una perspectiva de género que nos ayuda a comprender las desigualdades estructurales y cómo se anclan en los vínculos”. En tal sentido, señaló que estos grupos antiderechos, como Varones Unidos, utilizan la idea de “perspectiva masculina” buscando “sustituir” la perspectiva de género. “Cuando se habla de la perspectiva de las masculinidades, que es la posición que tienen estos grupos antiderechos, es desde una postura contraria y reactiva, cuando en realidad es la que nos permite analizar la construcción de masculinidades, así como la construcción de feminidades, en una determinada época”.
Es importante, apuntó Rodríguez, poner sobre la mesa que la perspectiva de género no es sinónimo de perspectiva de mujeres. “A lo largo de la historia de los estudios de género ha habido una equivalencia simbólica entre hablar de género y hablar de cosas de las mujeres, y eso es, desde mi punto de vista, un error conceptual”.
Sosa coincide en que la violencia tiene raíces contemporáneas, ligadas a las transformaciones que interpelan a las masculinidades. Observa que, ante ese cuestionamiento, muchos varones reaccionan con evasión o con una “separación moral”: “Yo no soy así”, “ya cambié”. Algunos reconocen el problema, pero no encuentran cómo actuar, mientras que otros permanecen anestesiados por el discurso del poder y la tradición. También advierte sobre una nueva forma de adaptación masculina, más encubierta: “Esos varones que se apropian del lenguaje feminista pero no transforman sus prácticas son los más peligrosos, porque no se los puede identificar fácilmente. No es una cuestión de ser varón o mujer, sino de una posición moral y política frente a la desigualdad”.
Con respecto a la existencia de señales que puedan advertir los desenlaces de violencia más extrema, aseguró que, si bien “no se puede hacer futurología”, existen ciertos indicios: “Si uno analiza los perfiles psicológicos de muchos agresores, en muchos casos hay una historia detrás: de odio, de violencia, de rechazo, de miedo, de ira. La ira, el miedo, esa violencia contenida son expresiones muy patentes en la masculinidad, así como el cuidado se asocia tradicionalmente a lo femenino. El femicidio aparece como la forma más radical de mostrar poder. Y antes de llegar a eso, pasan muchas cosas”.
¿Qué hacemos con esto?
Frente a este escenario de expansión del antifeminismo, de los discursos de odio y del recrudecimiento de las violencias, ¿cuáles son los desafíos desde las políticas públicas, desde la sociedad y específicamente desde los varones?
Para Rodríguez, uno de los principales desafíos es la asignación de mayores recursos destinados a combatir la violencia de género. Señaló que este aspecto “es clave para consolidar estructuras como los juzgados especializados en violencia basada en género y toda la arquitectura institucional que requiere su funcionamiento”. Sin embargo, advierte que el problema no se agota en lo económico: “Hay una cuestión del modelo conceptual de intervención que Uruguay necesita discutir”. En ese sentido, considera urgente avanzar hacia herramientas estandarizadas de valoración de riesgo, validadas internacionalmente, que permitan anticipar y prevenir desenlaces graves.
Además, destacó la importancia de incorporar las miradas de la academia y la sociedad civil en ese proceso. Finalmente, subrayó la necesidad de intervenir de manera más efectiva con los hombres que ejercen violencia, mediante tratamientos y acompañamientos adecuados que contribuyan a evitar la reincidencia, un aspecto que, a su entender, sigue siendo una gran deuda.
En tanto, Deus se refirió a la carencia de políticas públicas de prevención y educación orientadas a la violencia de género. Señaló que, desde la educación inicial hasta la universidad, falta formación suficiente tanto en estudiantes como en docentes sobre la temática, lo que contribuye a la reproducción de patrones culturales y sociales que perpetúan la violencia.
También subrayó que, aunque la ley 19.580 incluye un capítulo completo de lineamientos de política pública —abarca educación, seguridad, niñez, adolescencia y personas mayores—, estos lineamientos no se han implementado adecuadamente. Para la abogada, garantizar su cumplimiento es un desafío clave para que las políticas públicas realmente contribuyan a prevenir y atender la violencia basada en género.
Sosa, por su parte, plantea la necesidad de una revisión profunda de múltiples factores sociales y educativos, así como estrategias políticas y de militancia. Destaca que la educación sexual integral es un pilar fundamental para la prevención, especialmente con niños y adolescentes, donde se puede trabajar sobre la autorrevisión, el acompañamiento y la conciencia corporal. Para él, la violencia y los discursos antifeministas no se explican solo por la conducta individual de los varones, sino por un entramado que involucra la familia, la escuela, las instituciones y la sociedad en general: “Hay falta de apropiación de este tema como un tema político, de salud pública, que convoca a todas las personas. En el caso de los varones, no se sienten convocados, es un tema ajeno; y cuando se posicionan, a menudo hay miedo a ser señalados o ridiculizados”.
El docente enfatiza que los discursos antifeministas funcionan “como refugio y pacto masculino”, lo que hace que “tomar contacto con la violencia de género sea difícil, ya que desafía amistades, cuestiona códigos masculinos internalizados y genera aislamiento”. En ese sentido, planteó que el desafío no es solo desmontar el discurso de odio, sino “tener creatividad” y “recrear espacios donde los varones puedan pensar su masculinidad sin miedo ni violencia”, y “no caer en la impotencia ni pensar que todo está perdido”. Y añade: “Hay que conversar y conversar. Creo que la conversación es una herramienta de transformación terapéutica, no en el sentido clínico, sino de autorreflexión. Lo que no se expresa, se hace síntoma y, de alguna manera aparece, ya sea tristeza o violencia. Y no basta con decir ‘no todos somos así’: hay que revisar de dónde venimos y qué violencias reproducimos”.n expresiones muy patentes en la masculinidad, así como el cuidado se asocia tradicionalmente a lo femenino. El femicidio aparece como la forma más radical de mostrar poder. Y antes de llegar a eso, pasan muchas cosas”.